Aún después de
volver a casa, aquella imagen permanecía en su cabeza: ella, a su lado,
envuelta por la luz opaca que apenas lograba perpetrar por la ventana de la
habitación y rodeada por un halo de aquel humo tóxico tan agradable para
muchos. En aquel momento, no pudiendo evitarlo, exclamó: “Déjame tomarte una
foto”. Lo quería, lo deseaba. Necesitaba guardar esa imagen para siempre; temía
que, en la fragilidad de su mente, aquella visión se perdiera tan igual a otros
tantos recuerdos ya idos. “No”, fue la respuesta de ella. Ahora, reflexionando
en la soledad de su cuarto, se dijo que aquello era lo mejor. Una fotografía
jamás podría capturar en todo su esplendor aquella manifestación. Serían
simples formas y colores; pero jamás podría oler nuevamente aquel perfume
ceniciento que emanaba tanto de los labios de ella como del delicado ser
filiforme que yacía entre sus dedos. Siempre había admirado en ella que, a
pesar de su heterodoxa femineidad, a pesar de esa tronante risa que ingresaba
en los oídos como una suerte de relámpago, a pesar de eso, en todo momento,
habitara en ella esa elegancia que muy pocas mujeres detentan. Ella poseía un
porte patricio, una presencia argentina de aires imperiales. Ella sabía
mantener en todo momento un aspecto de reina; aun cuando en su andar arrastrara
los pies. Pero en aquel instante, inevitablemente, en un motu proprio, él sintió ganas de que jamás terminara aquella
visión. Hubiera sido capaz de contemplarla sin cansarse: el cigarrillo entre
los dedos, el humo que la rodeaba y la coronaba como si fuese una entelequia,
una quimera, un ser celestial que está de paso por este mundo para hacer alarde
de su magnanimidad. Sí, aquella imagen sería imborrable, ella permanecería en
su memoria como los sempiternos dioses romanos. En su memoria aún flotan esas
palabras que quiso decir frente a ella, pero por temor, vergüenza u orgullo, o
por las tres cosas juntas, se abstuvo de pronunciar: “En estos momentos, eres
hermosa, mucho más de lo que te puedas imaginar. Eres la fusión de la reina
Elizabeth con Cleopatra, la reina de Saba, la Gioconda, la Maja Vestida y la
Maja Desnuda. Eres todas ellas y, sin embargo eres tan original que todas ellas
pierden su luz junto a ti”. En aquel momento quiso hacerlo; pero ahora,
recostado sobre su cama, piensa que el quedarse callado fue lo mejor. Quizás
ella lo hubiera tomado a mal, incluso como una declaración de amor. Pero no era
nada de eso, era simplemente: admiración.
Noel
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