miércoles, 14 de mayo de 2014

EL HERALDO NEGRO


Podría decirse que fue a los veinticinco años que recibió aquella visita, aunque hoy eso resulte difícil de comprobar. Lo cierto es que desde niño se dio cuenta que su vocación era la actuación; todos los miércoles por la noche sus padres lo llevaban al teatro local, lugar en donde viendo a personas en disfraces y con la cara pintarrajeada y empolvada, era capaz de abstraerse de la realidad para someterse ora al dilema de un príncipe danés, ora al tórrido y trágico romance de dos jóvenes veroneses. Con precisión estaba cincelada en su memoria la primera pieza teatral que viese en su vida: La vida es sueño. Y precisamente era aquel monólogo del príncipe Segismundo (aquel que la gran mayoría de personas tan solo recuerda la parte final: …que la vida es sueño/y los sueños, sueños son.) el que estaba repasando, una enésima vez más, cuando aquel ave le dio tan nefasto mensaje.

Andaba dando vueltas por todo el estudio de la vieja casona en que vivía con su anciano padre, repitiendo constantemente los versos calderonianos que, a pesar de sabérselos de memoria, los iba leyendo y estudiando en un libreto, cuando aquel gallinazo ingresó por el amplio ventanal de la habitación para luego posarse sobre el escritorio de mármol a la vez que agitaba sus enormes alas. Lo más lógico que haría cualquier otra persona sería ahuyentarlo, sin embargo nuestro protagonista no hizo eso. Al contrario, se estuvo quieto, observando con minucia aquella ave tan exótica a sus ojos. ¿Desde cuándo no veía una de esas aves? No recordaba cuando fue la última vez, pero sí la primera. Sucedió uno de esos miércoles de teatro al terminar la función. Él y sus padres estaban regresando a casa a pie. La calle estaba desierta cuando un aleteo retumbó en la soledad de la noche. Era un ave, grande, negra, con la cabeza y cuello recubiertos por una capa de piel grisácea y arrugada. Parecía estar mirando hacia él, como tratando de comunicarle algún mensaje con la sola mirada. Mamá, ¿qué es eso?, preguntó el niño; un gallinazo, dijo la madre. Ahora, años después, esa primera imagen del ave lo invadió. Un presagio, se dijo. Su madre había muerto al día siguiente. El llanto por su madre, el dolor de su padre, todos los pésames estaban en su mente. Justo hoy, ¿por qué?, pensó.
¿Por qué? Mañana era su audición, esa ave no le malograría la oportunidad que tanto había ansiado. Volviendo a la realidad, ahuyentó al ave; esta agitó sus alas, y, así como llegó, se fue. Algunas de sus plumas habían caído sobre el escritorio. Hecho singular: las plumas, superpuestas, formaban las letras H-O-Y. Otro presagio, el último. Lo entendió, su sueño estaba frustrado. Lentamente soltó el libreto de sus manos dejándolo caer sobre la alfombra y atravesó la puerta del estudio. Al día siguiente su anciano padre vestía un traje negro mientras sus parientes le daban abrazos.

Noel

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