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Ahí estaba, lo tenía al frente suyo. Todos esos largos años de espera estaban a punto de terminar. Sentado junto a la barra, el hombre bebía un gran vaso de cerveza mientras conversaba con –seguramente– un amigo. Alberto se levantó de su asiento y caminó hacia aquel hombre. Era uno de esos momentos de la vida que suceden en cámara lenta, en que por más largos que sean lo pasos, la distancia que se recorre es mínima. Un reencuentro, eso era. Un suceso marcado por la fortituidad del destino, por la inminente gravedad; un reencuentro de dos seres cuyas existencias, una vez que por casualidad se cruzaron la una con la otra en este contorsionado, sinuoso, enmarañado cúmulo de rutas que es la existencia humana, siguieron la otra por allá y la una por aquí.
Allí, junto a la barra, el hombre y su amigo seguían conversando y, de rato en rato, soltaban una carcajada. Y cuando Alberto se detuvo frente a él y lo oyó pronunciar su nombre –Hola, don Carlos– giró la mirada para verlo: alto, piel canela, cabello negro y ondulado, ojos castaños, nariz perfilada. Vestía un terno cuyo color, a la luz psicodélica de este bar, era difícil de precisar: ploma, negra o azul marino. Conocía ese rostro, pero ¿de dónde? Trataba de recordar, pero parecía haberlo olvidado. Pero Alberto tampoco le dio tiempo para que hurgar en sus recuerdos. Del interior de su saco extrajo un revólver y, antes de que don Carlos reaccionara al inminente ataque, ya se encontraba sobre la loza del piso, con un agujero sangrante en su frente, muerto.
¿Qué sucedió? ¿Por qué Alberto hizo esto?
Los recuerdos vuelven. En aquella época le llamaban Beto, Betito; tenía 11 años, era pequeño para su edad, con un cuerpo casi raquítico y – ¡oh!, desdichada vida– huérfano de padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, primo, prima, hermana, hermano; estaba solo en la vida. Había vivido en un alberge, pero al darse cuenta que la vida afuera podría ser menos tortura en el exterior que ahí dentro, decidió escapar.
Al principio vendía caramelos, luego trabajó limpiando parabrisas, hasta que le llegó el turno de ser un canillita. Todos los días se plantaba en la plaza de armas y, con la voz en cuello, persuadía a las personas de comprar diarios rezando los titulares. Era el mejor de todos en su oficio, los diarios eran vendidos como pan caliente, lo cual, como era de esperar, despertaba la envidia del resto de canillitas.
Pasaron cuatro meses cuando, luego de acabar su faena, un auto se estacionó frente a Alberto. Por la ventana un hombre lo llamó:
–Oye, ¿no te quedará un periódico todavía?
–No, señor –respondió Alberto–. Ahorita justo acabo de vender el ultimito que tenía.
–Uhmm. Oye, niño, mañana vuelvo a pasar por aquí, y quisiera que me guardes un periódico, ¿de acuerdo?
–Está bien, pero si no pasa tendré que vendérselo a otro.
–No te preocupes, pasaré.
El auto se puso en marcha. Al siguiente día tal y como dijo, el hombre volvió a aparecerse en su auto. Y también se apareció al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Y cuando ya había pasado un mes, el hombre le preguntó:
– ¿Cuál es tu nombre?
–Alberto, pero todos me llaman Beto.
–Yo soy Carlos
–Eso ya lo sé. Lo dice ahí en la plaquita de su camisa. Carlos Ordoñez.
Dijo trabajar unas cuadras más adelante, que antes compraba el diario en un stand junto a su trabajo, pero que el stand había cerrado. Por eso ahora se lo compraba a él. Y así, cada cierto día don Carlos se detenía a conversar con Beto: era contador, tenía una esposa, una hija, ningún hijo, aunque le hubiera gustado tenerlo.
–Mi esposa desarrollo un fibroma que no se trató a tiempo. Lamentablemente, quedó estéril.
Un día, don Carlos llegó donde Betito, y le propuso ir a dar una paseo. Beto, que había vendido todo ya, aceptó. Don Carlos le preguntó si tenía familia, hogar. Le dijo que le gustaría adoptarlo, que si gustaba, podría llevarlo a conocer la casa en donde viviría. Betito, emocionado con la propuesta, aceptó una vez más.
La casa era grande, de dos pisos, tenía un jardín con un árbol del que colgaba de una de sus ramas un columpio. Beto, quedó maravillado. Entonces todo se transformó. Don Carlos le dijo que le enseñaría la habitación que sería suya de ser adoptado. El niño lo siguió. Y, para cuando se dio cuenta de las verdaderas intenciones del hombre, ya era demasiado tarde. Usted, lector dará cuenta de los hechos; yo, por mi parte, no pienso contarlos.
Beto, desde entonces jamás permitió que le digan así nuevamente. A partir de ese día seria llamado por su nombre: ALBERTO. Nunca más se dejaría engañar, pues el odio y el rencor habían hecho un nido en su corazón. Así creció y logró salir adelante, impulsado por ese mal suceso, por ese ingrato recuerdo que invadía su mente a cada segundo, a cada instante, cada día sin descanso. Así transcurrió su vida, jurando vengarse de aquel sucio hombre.
Y ahora, por fin, los ojos estupefactos de los parroquianos, el silencio que sucedió al sonido de la bala, el amigo boquiabierta de don Carlos, el cuerpo tendido en el suelo, la sangre maculando el piso, su venganza se consumó. Alberto se sentía en paz.
Noel.
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