Resulta difícil crear historias. Una persona normal pensaría que el escritor se levanta un día de su comodísima cama de tres plazas, y se dice a sí mismo: “hoy voy a escribir sobre tal o cual cosa, sobre tal o cual personaje; recrearé esta historia”; luego se dirige a su escritorio, y una vez con pluma y papel en las manos –las herramientas clásicas; aunque bien podrían ser solo un ordenador, como lo estoy haciendo yo– se dispone a escribir. ¡Qué fácil sería si las cosas fuesen así! Felizmente no lo son.
Tampoco digo que una situación como la referida no pueda pasar en realidad; por supuesto que sucede, y muy a menudo por cierto. Lo que digo es que una historia no nace de la nada, siempre proviene de algo o de alguien. Las grandes historias están presentes en cada aspecto de la vida; solo falta alguien que pueda verlas. Y para que el escritor pueda verlas debe ser muy observador; no basta con solo mirar alrededor pues eso es solo usar los ojos; hace falta usar la mente y el corazón.
El escritor no escoge la historia o los personajes que quiere dar a conocer; la historia y los personajes que quieren hacerse conocer son quienes escogen al escritor. El escritor es, en todo caso, un simple instrumento narrativo. Un medio. El camino, mas no el fin. Entonces la gran historia y los grandes personajes confabulan con el cosmos, con el universo, hasta con los dioses, para que este instrumento humano llamado escritor pueda dar con ella o ellos. Y una vez que sucede este encuentro entre escritor e historia, entre personaje y escritor, inicia la mayor odisea: plasmar y recrear la historia en letras y palabras, dar vida a los personajes.
Si las historias pudieran escribirse solas, lo harían. Pero no pueden. Por eso nos utilizan, y, nosotros, solo atinamos a obedecer; pues la revelación de una historia es un hecho sobrenatural, y lo sobrenatural nos asombra, y cuando algo nos asombra –en la mayoría de los casos– lo compartimos con los demás. Solo por eso el escritor se aventura en esta empresa que es la de escribir.
Pero las historias son muy caprichosas, tanto que nos desvelan y hasta nos apartan de los demás, nos vuelven seres autistas mientras las escribimos. Nos hacen sobretrabajar nuestra mente, explorar rincones de nuestra imaginación que desconocemos, nos transportan a lugares que muchas veces ni sabíamos que existían y, cuando las palabras que conocemos, y aun las que existen se quedan cortas y se minimizan ante la historia, esta nos lleva a inventar nuevas palabras, nuevos significados. ¡Es que resulta difícil encontrar las palabras adecuadas! Prueba irrefutable de esto es el francés Gustauve Flaubert, cuya brillante producción no sería nada de no haber sido por todas esas horas enteras –incluso se habla de días– en que se dedicaba a encontrar la palabra o frase perfecta.
Prueba de la caprichosidad de las historias y de los personajes, es nuestro compatriota Vargas Llosa. Escribir La guerra del fin del mundo le costó un viaje por las tierras del sertón brasileño; Historia de Mayta le valió un viaje por la Jauja e innumerables entrevistas (no quiero mencionar las duras críticas que recibió, al menos no por ahora); El sueño del celta, además de entrevistas y viajes por Irlanda, El Congo y las tierras del Putumayo, le valió horas enteras en bibliotecas. Y así con cada uno de las historias que ha sabido –y querido– regalarnos.
Y cuando se cree que ya está todo terminado, nos llega la duda de haber hecho algo mal. Releemos varias veces, y si la historia no se conforma con nuestro trabajo, nos obliga a reescribirla. De esto, abundan ejemplos. El venezolano Gallegos y el españolísimo Cela, son solo dos. En fin, todo un trabajo que, valgan verdades, muy pocas personas saben valorar. Pero el esfuerzo vale la pena. Tener la historia terminada constituye por sí solo un triunfo. ¡Y qué bien se siente!
Noel.
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