Cuando abrí los ojos, caí en cuenta de que estaba en un hospital: me encontraba echado sobre una camilla, con una bata puesta y un delgado tubo conectado al dorso de mi mano derecha. La habitación era de paredes blancas y tenía un ligero olor a agua florida. ¿Cómo llegué hasta aquí? No recordaba muy bien qué había sucedido; a mi mente llegaba de forma vaga la imagen de un auto, luego recuerdo haber escuchado un bocinazo y… ella. Ahora lo recuerdo todo. Todo fue por ella y sus –tan benditas como malditas– insinuaciones.
Había pasado más de una semana desde el día que la conocí y, durante estos últimos días, me había dedicado a evadirla. Sé que estarán pensando que soy un tonto por no aprovechar la oportunidad de hablar con ella y tratar de que me haga el milagrito, pero sucede que cada vez que estaba cerca de ella entraba en nervios, las manos me sudaban y Lázaro resucitaba. ¡Ella era una bomba! Además era muy puntual. Siempre llegaba primera al salón.
Durante aquellos días pude percatarme de varias cosas. ¿Recuerdan al chico del baño? Este chico y ella eran casi inseparables. Siempre se sentaban uno al lado del otro, lo que me llevó a formularme la siguiente pregunta: ¿por qué ella hizo que me sentase a su lado aquel otro día? ¿Capricho quizás? Sea como fuese, estaba dispuesto a preguntárselo tan pronto como controlara mis nervios. Si he de ser sincero, debo decir que en mi mente tenía la esperanza de que al hacerle esa pregunta, me contestara algo así como “lo hice porque me gustaste desde que te vi.” Lo sé, ¡qué cursi y qué estúpido fui! Pero soñar no cuesta nada. Sean sinceros, ¿creen posible que una mujer como ella se fije en alguien como yo: un flacuchento que jamás había pisado un gimnasio y que el único deporte que había practicado en su mediocre vida era –si es que se puede considerar deporte– el onanismo? La respuesta salta a la vista: es obvio que no. Sin embargo hubiera sido tan agradable que así fuese.
Para mí, era casi seguro que ella y ese chico eran enamorados. Y para todo el salón –me incluyo– la santa verdad era que ellos se gastaban unos polvos estilo contorsionista. No los reprochaba; de estar con alguien como ella, era seguro que yo no hubiera querido otra cosa que estar encamado con ella tratando de escribir con nuestro sudor, gemidos y orgasmos, un nuevo Kama Sutra. Para mi mal, yo no estaba con ella y era muy posible que nunca lo esté. No podía competir contra él: era más alto que yo, tenía ojos claros y, a decir verdad, si yo hubiera nacido mujer, estoy segurísimo de que, indudablemente, me hubiera enamorado de él. Debía aceptarlo, solo podría estar con ella en mis fantasías. ¡Y vaya que la fantaseaba mucho! Fueron estas fantasías las que me llevaban irremediablemente a pecar en solitario. Confesaré que pensando en ella disfrutaba más: era como regresar a mis diez u once años (a estas alturas de mi vida la memoria empieza a fallarme) y descubrir por primera vez el autoerotismo. ¡Hasta había llegado a superar mi record de pajas per diem!
Algo más que pude notar era que ni ella ni él se preocupaban por hacerse amigos de los demás. Hablaban entre ellos como si fuesen los únicos en el aula. Esto no hizo más que aumentar mi curiosidad por saber los motivos que la llevaron a realizarme tan inusual interrogante (estoy seguro que la recuerdan): ¿qué tal tu polvo en solitario? Por demás está decirles que su pregunta me agarró de sorpresa. Me hubiera gustado tanto responderle en el acto, sin embargo mi mente se encontraba en shock. ¿Cómo hubiesen reaccionado ustedes si una mujer con quién apenas has cruzado una mirada les pregunta de sopetón que tanto les gustó el manuelazo que hace poco se han metido? ¿Cómo?
Lo que logré comprender por aquellos años es que la vida es un cúmulo de oportunidades. Y, la oportunidad de contestar a tal pregunta, se me dio poco más de una semana después. Aquel día ella estaba sola, su enamorado no había asistido a la academia. Todo sucedió al término de las clases. Yo me disponía a regresar a mi casa, iba a cruzar la pista hacia la vereda opuesta a la academia, cuando ella se colocó junto a mí y me dijo:
–Ya pasó una semana y aún no respondes a mi pregunta.
Su voz era seductora en demasía. Sentí que mi cuerpo se erizaba. ¡Esta era mi oportunidad! Por un momento pensé que no me saldría la voz; pero al cabo de un breve silencio, dije:
–No estuvo tan bueno como te lo imaginas; créeme, he tenido mejores.
Me sentí victorioso, había ganado por knock out.
– ¡Qué lástima! Tú te lo pierdes.
Perdí. ¿Yo me lo pierdo? ¿Qué me perdía? ¡Quería saber qué me perdía! En ese momento me di cuenta que había sido un estúpido al contestale eso. ¡Cojudo de mierda! Quise preguntárselo, pero cuando volteé la mirada hacia ella, ella ya estaba cruzando la pista. Tenía que seguirla, así que la seguí sin darme cuenta de que la luz del semáforo estaba a punto de cambiar a rojo. Imagínense el resto. Así llegamos a donde comencé: yo, echado sobre una camilla, al interior de un cuarto de hospital.
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Entró una enfermera a la habitación. Dijo que me iba a desconectar el tubo de mi mano. Sentí un pequeño dolor cuando lo hizo. Luego de eso se fue, dejándome solo nuevamente. Así, solo, estuve por un momento, aburrido. Tan aburrido estuve, que el sueño me dominó. Lo siguiente que sucedió, aun hoy no he logrado saber si fue real o fue un sueño. Cuando se lo preguntaba a ella, una vez hube ganado su confianza e intimidad, siempre me respondía lo mismo:
–Yo jamás hice tal cosa. Debiste haberlo soñado.
Sin embargo, algo en su forma de contestarme me dejaba intrigado, con la duda de poder creerle o no. En todo caso, aquel sueño fue especial. Ella entraba a la habitación mientras yo me encontraba medio dormido. Cuando escuché el sonido de la puerta, desperté. Ella me habló, dijo que la disculpara, que fue su culpa que me hayan atropellado.
Releyendo esta última línea, me convenzo más de aquello fue un sueño. Durante el tiempo que compartí con ella, jamás la oí pedir disculpas a nadie, salvo el día en que nos despedimos definitivamente. Tal vez aquella parte fue soñada, sin embargo, la siguiente se sintió muy real.
–Te haré un favor –dijo ella. Lentamente posó su mano sobre mi pierna, la fue metiendo bajo la bata. La sentí buscándolo, encontrándolo, aprisionándolo. Lo único que puedo decir es que fue… espectacular. No daré detalles, lo dejo a su imaginación.
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Cuando desperté, mi madre estaba en la habitación. Tenía cara de molesta. Dijo que el doctor me había dado de alta y que mi padre quería hablar seriamente conmigo. ¿Hablar?, ¿de qué?
Noel