sábado, 26 de abril de 2014

EL CHUPETÍN ENTRE SUS LABIOS (Capítulo uno).



“Mujeres como ella existen para que idiotas como yo aprendan a ser buenos amantes”. No recuerdo donde fue que escuché esa frase; ni siquiera recuerdo si la escuché o la leí. Solo sé que ella era una de esas mujeres. Solo sé que con ella aprendí lo que sé y que soy lo que soy gracias a ella. Y le estoy muy agradecido por eso. Entonces yo tenía diecisiete años y me mantenía virgen. Y era casi un adicto al onanismo, pero ella logró evitar que cruzara la frontera entre normalidad y adicción, cosa por lo que también le agradezco. 

La conocí en la academia donde me preparaba para ingresar a la universidad. De hecho, era mi segundo ciclo en esa academia. Ya había postulado una vez a la universidad, postulé a la carrera de ingeniería civil obligado por mis padres; felizmente no ingresé. Así que en este segundo ciclo me preparaba para lo que de verdad me apasionaba: el periodismo. Desde niño soñaba con aparecer en esa bendita caja llamada televisor, ¡deseaba ser un Hildebrand! Por supuesto, mis padres no sabían nada de nada. Ambos tenían a la prensa como “la industria del chisme”, término que era bastante aplicable a nuestra aparatosa prensa amarillista. El punto es que en aquel ciclo la conocí.
Era lo que se dice “un mujerón completo”. Una mujer con un cuerpo casi irreal; pero felizmente era muy, muy, muchísimo, real. Un cuerpo capaz de provocar una erección a un impotente, un cuerpo no apto para eyaculadores precoces, un cuerpo capaz de transformar puritanas a lesbianas, un cuerpo que volvía a los hombres unos quirómanos compulsivos, un cuerpo que revierte invertidos, un cuerpo imposible de describir con palabras. Imagínense a la mujer más hermosa, con el mejor cuerpo que sus mentes puedan recrear, pues bien, esa mujer que se han imaginado no llega a ser ni la punta de la uña del dedo pequeño de su pie. Ella era una especie de entelequia, una utopía existente, un ser que desafía los límites de la irrealidad.
Era el primer día del ciclo. Yo había llegado temprano al salón; pensé que sería el primero en llegar, pero cuando crucé la puerta, ella ya estaba allí, sentada en una carpeta al fondo del aula. Tenía un chupetín en su boca, y lo chupaba, y chupaba, y chupaba; y yo – ¡ay, ay, ay, uhmmm! – observaba como esos labios carnosos mantenían prisionero esa cabeza, cabecilla roja, mientras el habitante en mi entrepierna volvía a la vida.

Ella, mujer de mente despierta, notó mi erección. Yo noté que ella lo notó; ella notó que yo había notado que ella lo notó; y yo, al notar que ella había notado que yo había notado que ella lo había notado, no hice sino sonrojarme. Y la erección seguía en su lugar; podía sentir como se endurecía más y más a cada segundo. Y en la mirada de ella podía adivinar que también lo sentía, o al menos imaginaba lo que se sentía. Y, como queriendo averiguar cuánto más podía resistir, empezó a sacar muy lentamente el chupetín de su boca, sus labios carnosos estaban rojos, rojísimos, y luego, más lento aun, lo volvía a introducir en su boca.
¡Por dios, mi falo estaba súper tieso! ¡Tan tieso que hasta dolía! Debía detenerlo; pero ¿cómo?

–Disculpa… debo… debo… ir… al… baño… –debía hacerlo: salir de ese lugar o mi verga, mi verga preciada, explotaría. Salí del salón con un andar de pato culeco, levantando un poco el tarsero hacia atrás, tratando casi en vano de esconder la erección.

Entré a los servicios tan rápido como pude y me encerré en uno de los baños; desabroché mi pantalón, lo saqué y lo observé: grande como nunca en mi vida, una cabeza al rojo vivo, un cuerpo cuyas venas palpitaban casi hasta el estallido. No sabía qué hacer para detener la erección. ¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer?  Intenté echándole agua a mi cabeza, mis dos cabezas (ustedes entienden), pero no funcionó. Intenté pensar en algo horrible, asqueroso, pero lo único que venía a mi mente eran esos labios que envolvían aquel –demasiado afortunado– chupetín. No sabía qué hacer.

Y la respuesta llegó: en una de las paredes del baño estaba garabateada una frase que rezaba “la masturbación hace perder la memoria y otras cosas más que no recuerdo”. La masturbación. Eso. ¿Cómo no se me había ocurrido, siendo yo un antiguo manuelero? Y sin más ni más; empecé. Al principio fui lento porque mi pene me dolía demasiado como para samaquearlo a ritmo de maracas. De pronto –uhmmm, uhmm, uhmmm, uhmmmmm, aaah, aaah, ahh– ella asaltó mi mente; no pude evitar imaginarla allí conmigo, con sus labios aprisionando mi… uhmmm, aaah, aaahhh, aaahhhh, uuhmm… su lengua recorriendo la… ¡Era demasiado, esta mujer me tenía embrujado! Cada vez iba más rápido, ya no me importaba el dolor. Ya no me podía controlar. Y el orgasmo llegó a mí. Fue el mejor que había experimentado como resultado de una paja. Fue el mejor hasta entonces. Fue como una explosión en mi interior. Tan extraordinario que gemí y aullé de placer. Estaba seguro que había experimentado una súper eyaculación, tan rápida y violenta que mis pobres cabezoncitos deberían estar muertos del solo impacto contra la tapa del retrete, pues allí fueron a parar todos sin excepción, ya que mi mano estaba inmaculada, libre de todo rastro de mi semen.
Volví a observar mi miembro: ya no estaba rojo, ahora era morado. Estaba haciéndose flácido nuevamente. 

Una vez vuelto todo a la normalidad, guardé al soldado en mi pantalón, abrí la puerta del baño y me encontré con los ojos de un chico que de seguro había escuchado mis gemidos. De seguro ustedes también habrán sentido esa sensación de vergüenza tras ser descubiertos in fraganti. Solo atiné a lavarme las manos y salir de los servicios. Pero una vez fuera me invadió un ataque de risa. ¡La impresión que se habrá llevado aquel chico!

Cuando regresé al aula ya casi todas las carpetas estaban ocupadas. Solo entonces me acordé de mi mochila. ¿Dónde estaba? No la había llevado conmigo a los servicios. Debí haberla dejado en el aula antes de salir. Me moví entre las filas y la encontré en una carpeta junto a… ¡ella! ¡Ella la había puesto allí, quería que me sentara a su lado! ¡¿Es que acaso quería provocarme otra erección?! Fui hasta la carpeta y me senté, tratando de no mirarla. Ella estaba a mi izquierda, a mi derecha había otra carpeta vacía. En ese instante entró alguien al aula y se sentó a mi lado. ¡Era el chico del baño! La vergüenza volvió a mí. 

Preferiría que la tierra se abra a mis pies y me trague entero.
El profesor ingresó al salón y, cuando después de haberse presentado como nuestro profesor de historia y geopolítica, comenzó la clase, ella se acercó a mí, y, con sus labios casi rozando mi oreja, preguntó:

– ¿Qué tal tu polvo en solitario?

Entonces comprendí que aquella mujer estaba a punto de cambiar mi vida por completo, si es que no lo estaba haciendo ya.

Noel.

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